Antes de conocer a Alberti y a Lorca y a los poetas más o menos de mi edad, entré en relación personal con Antonio Machado y con Juan Ramón Jiménez. Con Unamuno ya había tenido relación como alumno, como he contado. El examen de Unamuno fue para mí tan delicioso, cosa que parece que no es compatible con la palabra examen, porque yo lo he pasado siempre muy mal examinándome, pero se me olvidó que me estaba examinando, porque aquello era una conversación, con una simpatía, con una cosa paternal y afectuosa, amable. Me puso un texto en griego, me dijo que a ver si entendía algo. Yo me puse a traducir y analizar lo que no podía traducir; él me explicaba lo que no entendía bien y hacía comentarios, y pasó más de media hora, charlando tranquilamente, hasta que me dijo «Vaya usted con Dios», que era lo que decía siempre don Miguel para despachar al alumno. Con Antonio Machado sucedió una cosa muy curiosa y es que, aparte de que las oposiciones del año 1919 fueron a una cátedra de un Instituto que acababa de abandonar Machado, que era el de Baeza, las del año siguiente eran a Soria y Gijón, y el número uno lo llevó Emilio Alarcos, el padre del Emilio Alarcos, el autor del estudio sobre Blas de Otero, y el número dos lo obtuve yo, con lo cual tuve que quedarme con la cátedra que no había elegido Alarcos. Él eligió Gijón y yo me fui a Soria. Pero andando los años, conversando con Antonio Machado, hablando cómo yo fui después a Gijón... Machado me escribió una carta diciéndome: «No cambie usted ese rincón por ningún otro. No se marche usted de Soria». Yo no le hice caso, cuando quedó vacante Gijón, porque Alarcos pasó a la Universidad, yo solicité Gijón, porque me convenía estar más cerca de Santander, el clima era muchísimo más suave, uno de mis hermanos jesuitas vivía en Gijón y yo tenía Santander a siete horas de tren y no a veinticuatro horas del juego de la oca, que era ir entonces desde Soria a Santander, teniendo que dar toda la vuelta por Madrid y costaba una fortuna. Entonces me fui a Gijón, pero lo que yo no sabía era que a Machado le había pasado lo mismo. Machado hizo oposiciones a Gijón y a Soria, solamente que en vez de ser de Literatura, eran de Francés. Le dieron el número dos y me dijo a mí Antonio Machado: «Yo me tuve que ir a Soria, porque yo hubiera querido ir a Gijón». Esta es una de las cosas que yo he contado algunas veces, pero que no se ha escrito nunca, porque no he querido disgustar a los de Soria, contándoles esta frase de Antonio Machado, de modo que yo creo que esto se puede contar sin que aparezca esta frase. Decir simplemente la coincidencia realmente curiosísima que a él le pasó esto trece años antes, en el año 1907. Yo le mandé una carta de salutación desde Soria, al tomar posesión del Instituto y esperé, para mandarle la carta una credencial que consistía en la edición de El romancero de la novia, era un librito muy chiquitín, de cien ejemplares nada más, que hice yo, para repartir entre amigos. Antonio Machado correspondió amabilísimamente, primero con una carta casi a vuelta de correo y después, con un inesperado artículo en un periódico, elogiando mucho el libro. Entonces, en las primeras vacaciones me fui a ver a Antonio Machado. Como las vacaciones de él coincidían con las mías, él vivía en la calle del General Arrando que hoy se llama del General Goded, allí iba siempre yo a verle. Salía su madre, una viejecita menuda, chiquitina, a abrirme la puerta. «iAh, es usted!, pase pase, ahora saldrá Antonio». Antonio, según las estaciones, salía con su traje oscuro, negro, todas las solapas llenas de ceniza aplastada y de manchas, o salía con una guayabera de verano, con la que parecía un barbero de Carmona, a charlar conmigo amablemente. Y a Juan Ramón, lo conocí antes que a Machado, porque yo a Machado le escribí en el mes de octubre, desde Soria, cuando se editó El romancero de la novia. A Juan Ramón le fui a ver en el mes de abril, apenas terminadas mis oposiciones, a fines de marzo o principios de abril, pasé unos días en Madrid, y me fui a ver a Juan Ramón a su casa a la calle Conde de Aranda. Ahí vivía Juan Ramón entonces. Yo fui con León Felipe y esta es otra historia que hay que contar porque es muy divertida. León Felipe anunció, cuando yo vine a Madrid a hacer esas segundas oposiciones, que iba a publicar su libro Versos y oraciones de caminante. Era ya una figura notable en las tertulias, especialmente en la de la vicaría del Café Universal en la Puerta del Sol. Ahí iba con Fabián de Diego, hijo de Clemente de Diego, con Víctor de la Serna, con uno de los González Blanco... y tenían esta tertulia. Yo no entré en esa tertulia, no la conocía, pero había leído alguna poesía suelta suya que había publicado en alguna revista y que estaba muy lejos de nuestras cosas ultraístas o creacionistas, pero a mí me parecía que tenía cierto interés. Y un día, al ir yo al Ateneo, me dijeron: «No dejes de venir mañana que va a dar León Felipe una lectura de su libro y, además, se va a meter con nosotros». Me dijeron los otros ultraístas, sería Eugenio Montes, o Rivas Panedas, o Guillermo de Torre o quizás algún otro. Yo no tenía más remedio que ir a las oposiciones, porque como hay trincas y objeciones, a lo mejor algún opositor me sirve, porque me puedo meter con él y me conviene escucharle, pero en cuanto pude me escapé para ir al Ateneo. Llegué cuando ya había empezado y estaba leyendo las palabras que después puso como prólogo a su Versos y oraciones de caminante. Aquellas palabras estaban un poco dirigidas, en efecto, a la juventud, diciendo que era una lástima que se dejase seducir por cosas extranjeras, cosas de París y no seguir la cosa española. Después leyó sus versos, muy tristes, muy como él leía. Terminó de leer sus versos, salió a los pasillos y así quedó la cosa. En esto se acerca a mí un amigo y me dice: «León Felipe dice que te quiere conocer». Le respondí que muy bien. Entonces todo el mundo nos tratábamos de usted. León Felipe me dijo: — ¿Usted es Gerardo Diego? — Sí, Gerardo Diego. —Entonces usted es hijo de don Manuel Diego, que tiene una tienda en la calle de Atarazanas, en la esquina de la calle del Rincón... — Sí, sí, el mismo. — Bueno, entonces tú eres Gerardo, el hermano de Marcelino y de José. — Sí. — Pues yo soy Felipe Camino, el boticario. Yo me eché a reír y le dije: «Pues haber empezado por ahí», cómo iba yo a suponer que era el mismo. Felipe Camino el boticario, Felipe Camino de la Rosa, que era su verdadero nombre, había hecho la carrera de boticario y tenía una enorme afición al teatro. Y yo le había conocido a Felipe Camino, mucho mayor que yo, debió de nacer do¬ce o trece años antes que yo y por eso conocía a mis hermanos mayores que tenían nueve, once años más que yo, y trabajaba en un cuadro dramático de la Congregación San Luis Gonzaga, haciendo los papeles de barba. Yo había visto siempre a León Felipe con una barba blanca, temblando mucho, apoyándose en un cayado y representando unos dramones de Tamayo, lances de honor y de otros autores de esta época de fines del siglo XIX. Luego, un poco más tarde, me enseñaron un muchacho joven que entonces tenía pelo, bien vestido y me dijeron que era Felipe Camino. Entonces ya le conocía y cuando nos veíamos nos decíamos adiós y después, ya puso una farmacia Felipe Camino de la Rosa. Y luego desapareció, dijeron que se había ido con Cómicos de la Legua por ahí, a representar, luego se fue a Fernando Poo y se fue por ahí, despareció por completo del mapa. Y de repente, al cabo de unos cuantos años, surge el escritor León Felipe. Se quita el Camino, se pone León por delante y se queda completamente calvo y claro, era una persona completamente distinta. José del Río, que era más o menos de la edad de León Felipe, cuando le contaron que León Felipe había sido un antiguo amigo de Santander, escribió un artículo, creyendo que era un marino de aficiones poéticas, y escribió un artículo diciendo: «Ya decía yo que aquel muchacho de aficiones poéticas terminaría por ser algo importante, y ahora resulta que ha salido un gran poeta». Y claro, dijeron: «Que no, que no es ese, que es el boticario». Y tuvo que publicar, al día siguiente, otro segundo artículo volviendo a rectificar. Esta historia es bastante divertida y por eso la cuento. Nos hicimos muy amigos, él me aconsejó la imprenta donde le habían hecho a él el libro. Y como me profetizó Ramón Gómez de la Serna, que me dijo: «Usted, con la primera paga que se gane en Soria, se va a editar su primer libro»... Además León Felipe me dijo: «Si quieres yo te llevo a la imprenta, son buena gente y tienen un papel barato, que les ha sobrado de la edición de mi libro y te lo harán» y, efectivamente, allí fui yo. Un día me dijo: «Mira, he estado con Juan Ramón, quien tiene un gran interés en hablar contigo». Le respondí que muy bien, encantado, ya que yo también quería conocerle y fuimos. Estuvimos con él desde las cuatro hasta las ocho de la tarde. Juan Ramón, a contraluz con unos visillos, una calle un poco estrecha y yo viendo aquella silueta negra, rodeada de aquel halo, me hacía un poco daño a la vista. Implacable conmigo, a propósito de Vicente Huidobro y a propósito del creacionismo. Me dijo que era una lástima que yo, que tenía buenas cualidades, me orientase por eso, porque Vicente Huidobro era tonto. «Usted comprenderá que si no fuera tonto, yo, que me he pasado veinte años de mi vida leyendo la mejor poesía española, francesa, inglesa, universal y oriental, ya algo habría visto. Y yo no he visto absolutamente nada». Yo no me atrevía a nada y además, estaba atontado de las oposiciones. León Felipe estaba también muy tímido en un rincón. Cuando yo le decía alguna cosa a Juan Ramón, enseguida me rebatía y así estuvimos cuatro horas. Luego tuvo la amabilidad de escribir una larga carta, un poco para disculparse: «Usted habrá sacado una mala impresión de mi, pero yo quiero explicarle un poco más...» Me hablaba del simbolismo francés y me animaba para que, cuando yo volviera, le fuera a ver. Y así quedó la cosa con Juan Ramón. Estas fueron las primeras relaciones con los maestros. Después también conocí a Alfonso Reyes, a quien yo siempre he querido mucho y él ha tenido por mí una gran amistad y un gran afecto. También fui a ver a Díez-Canedo, que también me fue muy útil, porque me dio algunos consejos, me prestó libros de poetas hispanoamericanos para las oposiciones. Conocí también a Pedro Salinas, que acababa de venir de París y fue quizás el primero de los que habíamos de formar parte del grupo, que yo conocí. |